La primera obra de Arquitectura en la que participé fue en mi primer año de carrera. En 1990. Y fue una travesía...
Se escogió un lugar especial para llevarla adelante. Un lugar que nos despertara, que nos conmoviera. Pues era a partir del lugar, que la obra sería concebida. Y ese lugar fue la Pampa húmeda en Argentina. A media longitud entre el atlántico y el pacífico.
Jamás imaginé un lugar más radical... más absoluto. La “máxima abstracción de la extensión”, la llamábamos.
Con un entorno que se resumía a un horizonte rectilíneo y la mirada que se perdía absorbida por una profundidad infinita, 70 personas caminaban en una suerte de peregrinar sin rumbo, atravesando un limbo sin tiempos, ni distancias.
Y fue gracias a esa brutal simplicidad (donde la “extensión americana” literalmente “giraba” en torno nuestro desorientándonos), que todos nuestros sentidos, en lugar de anularse por completo, se volvieron particularmente sensibles.
Y comprendimos cual era el “Acto” que debíamos construir con la Arquitectura.
El acto de una “desorientación que diera lugar”.
Así, por primera vez cobró valor el concepto del “aquí”.
Pero ¿cómo trazar y referenciar los límites en medio de la desorientación? ¿Cómo establecer las cordenadas arquitectónicas en el mundo infinito?
Y caminamos sigilosos mirando una noche las estrellas. Única fuente de orientación. Las reconocimos. Las bautizamos. Y las atrapamos en una relación cósmica. En asociaciones estelares.
Luego, las proyectamos hasta nuestros pies... y trazamos un "lugar" con bordes y límites. Con centros y esquinas. Un dibujo escala 1:1 que definió nuestro "aquí".
Así, lo construimos y lo llamamos “palacio sumergido”.
En donde se pasaba desde la desorientación de la pampa, a la orientación que da el lugar constituido arquitectónicamente. Y de allí a una suerte de nueva desorientación en el interior mismo de la obra.
Y tenía entradas.
Y tenía miradores.
Y tenía pasillos.
Y tenía salones.
Y tenía emplazada al final de su corredor más largo, en lo más profundo de su salón más interior, una “monstruosa escultura”, que acechaba como el Minotauro, al fondo de su laberinto.
Aquí, imágenes del Palacio Sumergido Nota: Esta obra fue publicada bajo el título: "Alberto Cruz, Cooperativa Amereida, Chile". Rev. Zodiac, nº 8, Milán, septiembre 1992, pp 188-199.